María Elena Hermosilla
Escribir sobre comunicación para el desarrollo me obliga a repasar mis propias experiencias profesionales en comunicación rural, derechos de las mujeres, recepción activa de televisión o prevención del consumo de drogas, desde espacios institucionales muy diversos: ONGs chilenas y brasileras, Gobierno, organizaciones sociales. Me hace revisar bibliografía y constatar que los problemas están, una vez más, signados por el encantamiento ante los avances tecnológicos.
Quienes han hecho el balance de esta práctica en América Latina, recuerdan que primero vino la radio, luego los audiovisuales y las televisiones educativas; le siguieron el video y su capacidad de producir imágenes a bajo costo. Hoy, el debate se centra en la tecnología digital y sus aparentemente infinitas posibilidades: internet, medios digitales, las posibilidades interactivas de los infocentros, etc.
En los 60 y los 70 en la Región, cualquiera fuese la tecnología utilizada (a veces, muy precaria, como un boletín mimeografiado o papelógrafo) o el actor que iniciase la intervención (cooperación internacional, gobierno o sociedad civil), el objetivo de la comunicación para el desarrollo era educar (alfabetizar, informar sobre los temas más diversos, capacitar técnicamente, etc.) a ‘otros’, los sectores pobres que carecían de acceso al conocimiento o a la instrucción formal.
Cualquiera fuese la motivación (cambio social, solidaridad, beneficencia, programa gubernamental o religioso), un agente externo emitía mensajes para los pobres, los oprimidos, los sin educación, los marginados, los campesinos, los ‘pobladores’, los trabajadores. Más adelante, la tarea se hizo más sofisticada; se pretendía cambiar la mentalidad de los subdesarrollados por una más moderna, más propicia al desarrollo.
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